En tiempos como los que corren, es muy difícil para un ciudadano común verse a si mismo como agente de cambio del curso de los acontecimientos sociales. “¿Con qué ropa?” se pregunta uno y se resigna a ser pasajero más o menos afortunado de un barco cuyo itinerario y destino desconoce por completo. Aún más, las urgencias del presente a menudo nos hacen olvidar que vamos junto a otros en un viaje hacia alguna parte y nos imaginamos el mañana como la repetición infinita del hoy. Entonces tendemos a creer que el cambio global se produce por la acumulación de los millones de afanes individuales, con lo cual dejamos de preocuparnos por el destino del conjunto y nos recluimos en nuestra celda de abeja cumpliendo con mayor o menor brillantez el papel que las circunstancias nos asignaron al interior de la colmena.
Sin embargo, el no percibir que la Tierra se mueve no significa que esta deje de moverse…Lo sepamos o no, nuestro destino particular depende del destino del sistema en el que estamos incluidos y no al revés. Es como si fuéramos en un tren que se dirige hacia un precipicio; no por cambiar de lugar los asientos al interior de los vagones vamos a evitar el accidente. Para eso tendríamos que frenar el convoy o cambiar la dirección que lleva.
Los individuos somos parte de una estructura social mayor que, además, está en movimiento, es decir, sometida a cambios y transformaciones que no entendemos ni sabemos interpretar. Lo único claro es que para donde ella vaya iremos nosotros (y nuestros hijos y nietos…) imperiosamente. Caer en cuenta de este hecho nos lleva necesariamente a preguntarnos hacia adonde nos conduce, ¿hacia una situación mejor o una peor? Y si la dirección que llevamos fuese destructiva, como parece indicarnos la experiencia directa cotidiana, ¿qué podemos hacer para modificarla?
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