En el campo del pensamiento social, con demasiada frecuencia se ha considerado al humanismo como un cuerpo de ideas algo utópico, no mucho más que un conjunto de aspiraciones bien intencionadas pero casi sin conexión con la “realidad objetiva” y por ello sin ninguna aptitud para gobernar las poderosas fuerzas que parecen mover la historia.
Humanismo
Cuando, en su momento, el marxismo asumió en plenitud una línea interpretativa basada en la ciencia positiva, particularmente en una aplicación “sui generis” de la mecánica clásica para caracterizar los procesos sociales, se preocupó de expurgar al Marx joven por la orientación humanista de sus análisis más tempranos. De allí surge la noción de “socialismo real” utilizada por el marxismo-leninismo para diferenciar el aplicado por ellos en la Unión Soviética de los llamados “socialismos utópicos” de Saint-Simon, Fourier y otros, hasta terminar declarándose, con Althusser, derechamente como un antihumanismo. Así, el ser humano, que en la concepción humanista es considerado el verdadero protagonista de la historia, pasó a la categoría de elemento periférico y accesorio en el juego mecánico –y por ello, supuestamente predecible- de las fuerzas sociales.
Por su parte, el liberalismo (y por ende su sucesor directo, el neoliberalismo) también recurrió a la ciencia para fundamentar sus propuestas, pero en este caso le correspondió el turno a la biología. En 1859 Darwin lanzó su famoso libro El origen de las especies, en el cual formula por primera vez el concepto de selección natural. Por la misma época, Spencer extendió esta idea, que Darwin había referido exclusivamente al mundo natural, hacia la sociedad humana, tomando posteriormente el nombre de darwinismo social. Para esta concepción, el ser humano estaba irremediablemente dominado por un amasijo de instintos, de manera que el diseño social debía tener en cuenta este espíritu animal siempre presente en la conducta humana, que lo empujaba a competir con sus congéneres por la supervivencia, con lo cual se hacía efectiva la selección de los más aptos. Estos supuestos están a la base del capitalismo aplicado hasta hoy en el mundo.
Como se puede ver, ambas posiciones (y otras posteriores como el estructuralismo) han sustentado sus análisis en un determinismo prácticamente absoluto, al interior del cual la libertad constituye un dato irrelevante. Pero, a fin de cuentas, esto sería un problema menor si los automatismos descritos fuesen realmente efectivos. Sin embargo, el punto clave es que no se cumplen en absoluto, como lo demuestra el hecho de que detrás de ambos diseños siempre ha existido una minoría o élite encargada de acomodar las cosas cada vez que se salen de madre, para que continúen ajustándose al modelo previsto. Lo observamos en la URSS con el partido único (también aún en la Cuba de hoy, hay que decirlo) y lo hemos constatado en las últimas crisis económicas, cuando el poder financiero prácticamente forzó a los países (¡ah, que hermosa es la democracia!) a traspasar ingentes recursos fiscales para salvar a la banca de un colapso inminente. Todo ello forma parte de un verdadero fraude científico que las élites les han vendido –y les siguen vendiendo- durante más de un siglo a sus pueblos.
Aún así, este fracaso puede constituir una suerte de victoria pírrica para los agoreros porque
nos estaríamos quedando sin las herramientas metodológicas de predicción que nos permitirían anticipar acontecimientos y organizar el futuro social. En este campo específico, el pensamiento humanista ha estado definitivamente en deuda porque se ha orientado primordialmente a definir los fines, pero no ha sabido diseñar los medios para alcanzarlos, en un momento histórico particular. Todo esto ha sido así hasta la aparición de su expresión más moderna: el Humanismo Universalista.
Curiosamente, esta corriente también ha recurrido a la ciencia para fundamentar sus predicciones, pero ha dejado atrás las viejas relaciones deterministas del tipo causa-efecto para entrar en la probabilística, un método de análisis cercano a la termodinámica, una rama de la ciencia bastante despreciada porque se ocupa de los fenómenos alejados del equilibrio, los que para la física clásica son prácticamente imposibles de predecir. Pero la vida, y muy particularmente la vida humana, se articula en base a un proceso incesante y continuo de adaptación y ajuste a su medio, por lo cual se encuentra siempre alejada del equilibrio, de manera que los postulados de la termodinámica son, sin duda, los más idóneos para aprehender este tipo de manifestaciones.
En particular, a este nuevo humanismo le ha preocupado sobremanera la situación de sistema cerrado hacia la que ha derivado el mundo en el actual momento histórico. El Segundo Principio de la Termodinámica enuncia que un sistema cualquiera tiene esta característica cuando no es capaz de efectuar intercambios de energía con otro distinto. En esa situación, la degradación energética es un proceso inevitable (e irreversible) hasta llegar a lo que se conoce como “muerte térmica”, momento en el que ningún fenómeno puede ya manifestarse en su interior. En términos de uso común, se dice que aumenta la entropía, entendida como desorden, cuya cota máxima se alcanza cuando desaparecen las diferencias de potencial y el sistema se vuelve completamente homogéneo.
De manera que el ser humano de hoy (tú, yo, nosotros…) se encuentra atrapado en un contenedor sin puertas ni ventanas, cuyo destino es degradarse hasta morir. Las manifestaciones de esta degradación ya están claramente a la vista, bajo la forma de una desestructuración social acelerada con todas sus secuelas de ruptura del tejido social, inoperancia de la institucionalidad vigente, tensiones y desacomodos sociales ingobernables que anticipan un futuro aún más desastroso. A la luz de este punto de vista, el debate acerca de si hay que aplicar un “modelo” u otro al interior de un sistema en descomposición parece ser un ejercicio irrelevante y propio de otra época, tal como cuando en el Titanic se sostenían acaloradas discusiones respecto de la música que debía tocar la orquesta, en circunstancias de que el transatlántico ya estaba a punto de hundirse.
Sin embargo, la probabilística indica que esta mecánica aparentemente inexorable se puede romper abriendo el sistema. Sin duda que, aún así, el problema no tiene una solución fácil puesto que se trata ahora de un sistema único y entonces ¿hacia dónde podría abrirse? Si existiera la tecnología suficiente, estaríamos en condiciones de colonizar otros planetas, pero eso no está a nuestro alcance por el momento. Y es en este punto donde el nuevo humanismo hace su aporte más interesante, en términos de viabilizar el proceso social y sacarlo del “cul-de-sac” en el que hoy se encuentra.
Porque sucede con estos “grandes relatos” que no han contado para nada con la libertad y eso se trasluce en su concepción de ser humano, siempre determinado por fuerzas mayores y, cuando más, pálido reflejo de una monstruosa “realidad objetiva”. El Humanismo Universalista, en cambio, lo rescata de tamaño anonadamiento y lo define como hacedor de sentido y transformador del mundo, con la posibilidad siempre viva de ejercer una libertad entre condiciones. Esto significa que hasta en las situaciones más críticas y aplastantes se pueden encontrar caminos alternativos, con la condición de que dicha libertad pueda expresarse en plenitud y no ser permanentemente restringida o anulada como acontece hoy.
Así, “abrir el sistema” consiste, básicamente, en permitir que la libertad, la intencionalidad y la diversidad humana se manifiesten sin restricciones y el papel de los líderes en este momento histórico no ha de ser imponer un orden único y artificial frente al aparente desorden sino ayudar a canalizar el proceso hacia una convergencia fecunda. Porque lo que para las viejas concepciones era caos, para la mirada del nuevo humanismo es un orden en ciernes.
La verdad es que los humanistas ya hemos perdido casi por completo la esperanza de que los líderes actuales sean capaces de reinventarse y asumir la dirección propuesta. Es por ello que nuestro trabajo siempre se ha orientado hacia la rearticulación de la base social, con el objeto de crear allí unas condiciones mínimas que posibiliten esta explosión creativa necesaria para corregir el rumbo. Nuestras propias limitaciones y las difíciles condiciones del medio en el que nos ha tocado actuar nos han impedido ir más lejos pero, aún así, creemos que la sabiduría que saben exhibir los pueblos frente a la adversidad será suficiente para rescatar a estos humildes intentos del olvido y proyectarlos hacia el futuro.
Pressenza Santiago, Febrero 1° de 2012