Un Viaje Interior

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«Lo humano del humano es desvivirse por el otro hombre».

Levinas.


Seuxy1.jpg En la mitología amazónica Seusy es una deidad virgen que se une a la luz para procrear. Esta reproducción por los demás sólo señala una cosa: evolución.

He comentado este primitivo hecho con el fin de ilustrar la
metamorfosis que gracias al destino me sucedió.

Nosotros los seres humanos somos unos seres angustiados, atormentados por una continua sed de expectativas hacia todo.

Toda nuestra vida netamente ansiosa nos ha conllevado a abandonarnos , a des-habitarnos, hoy en día el interés por lo ajeno, por lo que está más allá de lo que somos nos ha convertido en agentes del consumo.

Consumimos tristeza, alegría, dolor, placer sin detenernos en las necesidades de nuestra verdadera virginidad espiritual.

Sin embargo, ignoramos este fenómeno e intentamos, indiferentes, sobrellevar la existencia bajo la creencia de que esos artilugios no son ajenos sino que siempre han sido nuestros, como todo, como el mundo.

Pero si todo ésto es una falacia, una dominante fantasía que nos hemos prodigado, entonces ¿Cómo lograr «ser-si-mismos»? ¿qué sería ser eso otro que simplemente invade a ciertos corazones, posesionándose como auténtico?

La cuestión aquí no está en ofrecer fórmulas infalibles, ni la de procurar rehabilitaciones mesiánicas, la cuestión sólo está en disponernos a querer, a comprender.

Todo encuentro debiera tácitamente concertar a sus integrantes hacia una conciencia no sólo de trabajo sino de entendimiento. Tal es el caso maravilloso que se dio en el encuentro sub-regional ColVenEc.

Aunque mi inmadura experiencia me dictaba ciertos símbolos muy adentro mi espíritu se hallaba virgen. El movimiento era un lugar repleto de cosas; algunas seductoras, otras misteriosas, pero todas inflamadas por un gran hálito de comunión, de identidad.

El viaje fue entonces un «estar-en-expectativa«, fue un desear oculto. En el grupo que iba había personas conocidas y rostros que simplemente me señalaban una familiaridad cariñosa.

Pronto mi oscuridad comenzó a desplazarse develándome. Mis silencios, temores y dudas se alejaban mostrándome ante los otros.

Era increíble sentir como esos seres estaban tan inflamados de luz, de alegría, de energía, de fuerza.

El transito, el viaje fue esa primer enseñanza que recibí, de pronto, me supe abandonado, de pronto, supe que el paso dado, había sido un paso hacia lo desconocido. Pero eso desconocido era el día, era el alejamiento de una pretérita noche que me había confundido.

Fueron tres días eternos, extendidos en el tiempo como cosas verdaderamente tangibles. Popayán estaba siendo fecundada, la ciudad increíblemente se preñaba de sabiduría y felicidad.

El primer día no sólo comprendí que la unión y la familiaridad para con nosotros mismos y para con los otros reproducía fuerza, sino que entendí el valor imprescindible de la eterna coherencia; ese valor asombroso que nos hace posible la reconciliación subjetiva con el ser mismo que nos identifica como humanos.

La bienvenida no sólo fue un espacio lleno de aplausos sino que denotó y reveló en mi humanidad ese bienestar único que se produce sólo al amparo de la llegada, del llegar a, del saber que la búsqueda por fin a terminado.

Este confort hizo posible mi fe, una fe derruida, harapienta que había olvidado en el cajón ingrato de mi escepticismo. Nadie, nunca, podrá revelarnos en que momento es que la clarividencia nos abocará.

El segundo día fue un espacio donde la luz se unió a mi virgen espíritu contemplativo. De pronto, hubo sensación y fuerza, de pronto, entendí que el verdadero centro de valor del universo era el hombre mismo. Sin saberlo, estas sensaciones procuraban el desgarramiento total de mis equívocos. Hubo por fin la metamorfosis, hubo otra forma de hablar, de sentir, de saber, hubo otra forma de saberme por fin no de los otros, sino que de pronto hubo en mí la identidad.

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Ese día consagrado al arduo trabajo de nuestra evolución posibilitó el encuentro del sentido; fue así como ese antiguo consejo, que más allá de su categorización imperativa de convención moral, se incubó exteriorizándose hacia los demás bajo el sentir de un querer colectivo, de un humanizar general que sólo pedía respeto por el otro y por lo otro.

Todo encuentro debiera ofrecernos tiernos y confortantes momentos de reflexión, todo encuentro debiera ser un «religare«; una «re-unión«, un motivo trascendental que nos empujará por fin a la llegada de nuestra propia mirada interior.

ColVenEc no fue sólo la manifestación de un Movimiento sino el encuentro de esa deidad virgen con la luz.

El día de la partida cuando subía al bus, supe que ya no subía la criatura expectante, sino que, el que subía y se alejaba de aquel parto dado en Popayán era ahora un ser humano, un Humanista; un ser evolucionado y nuevo.

Sé que esta metamorfosis no sólo sucedió en mí sino que otros maravillosamente sufrieron la misma redención de re- encontrarse en la intimidad.

A ellos y a todos los que lograron el milagro: ¡GRACIAS!

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