Estoy de pie frente a una especie de Tribunal. La sala, repleta de gente, permanece en silencio. Por todas partes veo rostros severos. Cortando la tremenda tensión acumulada en la concurrencia, el Secretario (ajustando sus gafas), toma un papel y anuncia solemnemente: «Este Tribunal, condena al acusado a la pena de muerte».
Inmediatamente se produce un griterío. Hay quienes aplauden, otros abuchean. Alcanzo a ver a una mujer que cae desmayada. Luego, un funcionario logra imponer silencio.
El Secretario me clava su turbia mirada al tiempo que pregunta: «Tiene algo que decir?». Le respondo que sí. Entonces, todo el mundo vuelve a sus asientos. Inmediatamente, pido un vaso con agua y luego de alguna agitación en la sala, alguien me lo acerca. Lo llevo a la boca y tomo un buche. Completo la acción con una sonora y prolongada gárgara. Después digo: «ya está!». Alguien del Tribunal me increpa ásperamente -«cómo que ya está!». Le respondo que sí, que ya está. En todo caso, para conformarlo le digo que el agua del lugar es muy buena, que quién lo hubiera dicho, y dos o tres gentilezas por el estilo…
El Secretario, termina de leer el papel con estas palabras:»… por consiguiente, se cumplirá la sentencia hoy mismo, dejándolo en el desierto sin alimentos y sin agua. Sobre todo, sin agua. He dicho!» Le replico con fuerza: «Cómo que he dicho!». El Secretario, arqueando las cejas afirma: «Lo que he dicho, he dicho!»
Al poco tiempo, me encuentro en medio del desierto viajando en un vehículo, escoltado por dos bomberos. Paramos en un punto y uno de ellos dice: «Baje!». Entonces, bajo. El vehículo gira y regresa por donde vino. Lo veo hacerse cada vez más pequeño, a medida que se aleja entre las dunas.
El sol está declinando, pero es intenso. Comienzo a sentir mucha sed. Me quito la camisa, colocándola sobre la cabeza. Investigo alrededor. Descubro cerca, una hondonada al costado de unas dunas. Voy hacia ellas y termino sentándome en el delgado espacio de sombra que proyecta la ladera.
El aire se agita vivamente, levantando una nube de arena que oscurece al sol. Salgo de la hondonada temiendo ser sepultado si el fenómeno se acentúa. Las partículas arenosas pegan en mi torso descubierto, como ráfagas de metralla vidriosa. Al poco tiempo, la fuerza del viento me ha derribado.
Pasó la tormenta, el sol se ha puesto. En el crepúsculo veo ante mi una semiesfera blanquecina, grande como un edificio de varios pisos. Pienso que se trata de un espejismo. No obstante, me incorporo dirigiéndome hacia ella. A muy poca distancia, advierto que la estructura es de un material terso, como plástico espejado, tal vez henchida por aire comprimido.
Me recibe un sujeto vestido a la usanza beduina. Entramos por un tubo alfombrado. Se corre una plancha y al mismo tiempo me asalta el aire refrescante. Estamos en el interior de la estructura. Observo que todo está invertido. Se diría que el techo es un piso plano del que penden diversos objetos: mesas redondas elevadas con las patas hacia arriba; aguas que cayendo en chorros se curvan y vuelven a subir y formas humanas sentadas en lo alto. Al advertir mi extrañeza, el beduino me pasa unas gafas, mientras dice: «póngaselas!». Obedezco y se restablece la normalidad. Al frente veo una gran fuente que expele verticales chorros de agua. Hay mesas y diversos objetos exquisitamente combinados en color y forma.
Se me acerca gateando el Secretario. Dice que está terriblemente mareado. Entonces le explico que está viendo la realidad al revés y que debe quitarse las gafas. Se las quita y se incorpora suspirando, al tiempo que dice: «En efecto, ahora todo está bien, solo que soy corto de vista.» Luego agrega que me andaba buscando para explicar que yo no soy la persona a la que debía juzgar; que ha sido una lamentable confusión. Inmediatamente, sale por una puerta lateral.
Caminando unos pasos, me encuentro con un grupo de personas sentadas sobre almohadones en círculo. Son ancianos de ambos sexos, con características raciales y atuendos diferentes. Todos ellos, de hermosos rostros. Cada vez que uno de ellos abre la boca, brotan sonidos como de engranajes lejanos, de máquinas gigantes, de relojes inmensos. Pero también escucho la intermitencia de los truenos, el crujido de las rocas, el desprendimiento de los témpanos, el rítmico rugido de volcanes, el breve impacto de la lluvia gentil, el sordo agitar de corazones; el motor, el músculo, la vida…pero todo ello armonizado y perfecto, como en una orquesta magistral.
El beduino me da unos audífonos, diciendo: «Colóqueselos. Son traductores.» Me los pongo y escucho claramente una voz humana. Comprendo que es la misma sinfonía de uno de los ancianos, traducida para mi torpe oído. Ahora, al abrir él la boca, escucho: «…somos las horas, somos los minutos, somos los segundos… somos las distintas formas del tiempo. Como hubo un error contigo, te daremos la oportunidad de recomenzar tu vida. Dónde quieres empezarla de nuevo? Tal vez desde el nacimiento… tal vez un instante antes del primer fracaso. Reflexiona.»
He tratado de encontrar el momento en el que perdí el control de mi vida. Se lo explico al anciano.
Muy bien- dice él – y cómo vas a hacer, si vuelves a ese momento, para tomar un rumbo diferente? Piensa que no recordarás lo que viene después.
Queda otra alternativa, – agrega – puedes volver al momento del mayor error de tu vida y, sin cambiar los acontecimientos, cambiar sin embargo sus significados. De ese modo, puedes hacerte una vida nueva.
En el momento en que el anciano hace silencio, veo que todo a mi alrededor se invierte en luces y colores, como si se transformara en el negativo de una película… hasta que todo vuelve a la normalidad. Pero me encuentro en el momento del gran error de mi vida.
Allí estoy impulsado a cometer el error. Y por qué estoy obligado a hacerlo?
No hay otros factores que influyen y no los quiero ver? El error fundamental, a qué cosas se debe? Qué tendría que hacer, en cambio? Si no cometo ese error, cambiará el esquema de mi vida y esta será mejor o peor?
Trato de comprender que las circunstancias que obran, no pueden ser modificadas y acepto todo como si fuera un accidente de la naturaleza: como un terremoto, o un río que desbordando su lecho, arruina el trabajo y la vivienda de los pobladores.
Me esfuerzo por aceptar que en los accidentes no hay culpables. Ni mi debilidad; ni mis excesos; ni las intenciones de otros, pueden ser modificadas en este caso.
Sé que si ahora no me reconcilio, mi vida a futuro seguirá arrastrando la frustración. Entonces, con todo mi ser, perdono y me perdono. Admito aquello que ocurrió como algo incontrolable por mi y por otros.
La escena comienza a deformarse, invirtiéndose los claroscuros, como en un negativo de fotografía. Al mismo tiempo, escucho la voz que me dice: «Si puedes reconciliarte con tu mayor error, tu frustración morirá y habrás podido cambiar tu Destino…»
Estoy de pie en medio del desierto. Veo aproximarse un vehículo. Le grito: «Taxi!». Al poco tiempo estoy sentado cómodamente en los asientos traseros. Miro al conductor que está vestido de bombero y le digo: «Lléveme a casa… no se apure, así tengo tiempo de cambiarme de ropa.» Pienso: «Quién no ha sufrido más de un accidente a lo largo de su vida ?»