Voy caminando por el campo. Es de mañana, muy temprano. A medida que avanzo, me siento seguro y alegre.
Alcanzo a divisar una construcción de aspecto antiguo. Parece hecha de piedra. También el techo, a dos aguas, es como de piedra. Grandes columnas de mármol, resaltan en el frente.
Llego al edificio y veo una puerta de metal, al parecer muy pesada. Desde un costado, sorpresivamente, salen dos animales feroces que se me abalanzan. Afortunadamente, quedan retenidos por sendas cadenas tensas, a muy corta distancia de mí.
No tengo cómo llegar a la puerta, sin que los animales me ataquen. Entonces, les arrojo un bulto que contiene comida. Las bestias lo engullen y quedan dormidas.
Me acerco a la puerta. La examino. No veo cerrojo ni otro elemento a utilizar para abrirla. Sin embargo, empujo suavemente y la hoja se abre con un sonido metálico de siglos.
Un ambiente muy largo y suavemente iluminado, queda al descubierto. No alcanzo a ver el fondo. A izquierda y derecha hay cuadros que llegan hasta el suelo. Son tan grandes como personas. Cada uno representa escenas diferentes. En el primero, a mi izquierda, figura un hombre sentado tras una mesa, sobre la que hay barajas, dados y otros elementos de juego. Me quedo observando el extraño sombrero con que está cubierta la cabeza del jugador.
Entonces, trato de acariciar la pintura en la parte del sombrero, pero no siento resistencia al tacto, sino que el brazo entra en el cuadro. Introduzco una pierna y luego todo mi cuerpo en el interior del cuadro.
El jugador levanta una mano y exclama: «Un momento, no puede pasar si no paga la entrada!»
Busco entre mis ropas, extraigo una esferita de cristal y se la doy. El jugador hace un gesto afirmativo y paso por su lado.
Estoy en un parque de diversiones. Es de noche. Veo por todas partes juegos mecánicos plenos de luz y movimiento… pero no hay nadie.
Sin embargo, descubro cerca mío a un chico de unos diez años. Está de espaldas. Me acerco y cuando gira para mirarme, advierto que soy yo mismo cuando era niño.
Le pregunto qué hace allí y me dice algo referente a una injusticia que le han hecho. Se pone a llorar y lo consuelo, prometiéndole llevarlo a los juegos. El insiste en la injusticia. Entonces, para entenderlo, comienzo a recordar cuál fue la injusticia que padecí a esa edad.
Ahora recuerdo y por algún motivo, comprendo que es parecida a la que sufro en la vida actual. Me quedo pensando, pero el niño continúa con su llanto.
Entonces digo: «Bueno, voy a arreglar esa injusticia que al parecer me hacen. Para eso, comenzaré a ser amigable con las personas que me crean esa situación».
Veo que el niño ríe. Lo acaricio y le digo que volveremos a vernos. Me saluda y se va muy contento.
Salgo del parque, pasando al lado del jugador que me mira de soslayo. En ese momento, toco su sombrero y el personaje guiña un ojo burlonamente. Emerjo del cuadro y me encuentro en el ambiente largo, nuevamente. Entonces, caminando con paso lento, salgo por la puerta.
Afuera, los animales duermen. Paso entre ellos sin sobresalto.
El día espléndido me acoge. Regreso por el campo abierto, con la sensación de haber comprendido una situación extraña cuyas raíces se hunden en un tiempo lejano.