La directora del observatorio, Shoko Satiru, terminó su trabajo del día. En ese momento el reloj vibró suavemente.
Eran las 09.00 p.m. Salió de su overol y recordó la llegada de Pedro. Hacía dos años que repetía la ceremonia de los martes: terminado el ajuste del radiotelescopio desechaba su piel amarilla brillante; ponía en orden los cabellos y comparaba sus facciones asiáticas con las de la foto que había colocado en el espejo, justo en un ángulo. Admiraba cada vez ese rostro azteca semejante al suyo. La imagen de La Cazadora, según la habían llamado los arqueólogos, había sido esculpida en piedra dura setecientos años atrás. La figura de perfil sostenía en una mano un objeto rectangular del que salía una barra muy fina que los estudiosos habían identificado con un punzón de caza. Por lo demás, nadie dio buenas razones acerca de la extraña vestimenta o el tocado que podía ser el antiguo emplumado azteca, pero que al ojo ignorante aparecía como un simple ondear de cabellos empujados por el viento. En el yacimiento arqueológico ella conoció a Pedro quien al obsequiarle una foto de La Cazadora murmuró muy lentamente: «Ahora sé quién eres», y esa frase había puesto en marcha una exultante relación.
Shoko se preparaba una vez más para ir al pueblo en compañía. En un momento escucharía el rodar del auto sobre el ripio, caracoleando por la última cuesta que habría de terminar en la explanada del observatorio. Pedro llegaría hasta la entrada y el personal de guardia lo mostraría en el circuito cerrado; dialogarían brevemente y en poco tiempo habrían de estar juntos allí abajo, en medio de una noche cálida y estrellada.
Pero esta vez el ritual de los martes se había dislocado. Pedro, sin presentarse en el visor, subió hasta la cúpula. Las hojas metálicas se desplazaron y entró rápidamente.
– Shoko, tienes que repararlo. Si lo mandamos a la ciudad van a demorar varios días hasta ponerlo en condiciones. Tú tienes aquí todas las herramientas del mundo y sabes cómo hacerlo. Sin el control remoto tenemos que abrir y cerrar a mano el portón del yacimiento. «Claro que si» respondió ella, «claro». Entonces, habiendo amortiguado el sonido de los monitores tomó el control y lo llevó hasta una mesa de trabajo. Instintivamente descolgó el overol amarillo y en un segundo estuvo enfundada; soltó sus cabellos y maniobró con el instrumental.
– Un cortocircuito lo dejó out – masculló apenas. En el barrido del osciloscopio vio el defecto. Mientras cambiaba el transistor dañado, la fantasía de Pedro volaba entre labios y jadeos, entre piel y ardiente profundidad de cuerpos encontrados…
– Tenemos que ajustar nuevamente la frecuencia de emisión para que opere en 4 metros, 4 centímetros, 5 milímetros – Ella trabajaba con el fanatismo de una brillante ingeniero en telecomunicaciones que tanto apreciaba la Company de su lejano Japón.- Imagínate, ni un circuito integrado. Este primitivo juguete a transistores actúa a pocos pasos de distancia, mientras en los radiotelescopios recibimos señales emitidas desde miles de años luz… 4 metros, 4 centímetros, 5 milímetros, algo más de 168 megaherzios. ¡Está listo!
Estirando la antena del control oprimió el botón de contacto. De inmediato, las luces del laboratorio parpadearon; un golpe sordo se sintió en los motores de la cúpula y las antenas parabólicas del radiotelescopio echaron a rotar buscando un mensaje lejano que llegaba hasta allí desde las estrellas. Mientras la iluminación general disminuía, los monitores chisporrotearon. Tal vez por esos efectos contrastantes, Pedro tuvo la sensación de perder a Shoko a través de un túnel estroboscópico; ella se alejaba con el radio control en la mano empujada por un viento azul eléctrico. Pero al instante los veinte monitores se recobraron para mostrar el perfil de La Cazadora.
Rápidamente, la cúpula fue inundada por un gentío que al principio se plantó estupefacto ante las pantallas. Luego el personal trató de accionar los controles del radiotelescopio pero la caída de energía lo mantuvo atascado. Sonaron los teléfonos y desde distintos observatorios se aseguró que la emisión con la figura humana partía de allí mismo, del radiotelescopio de monte Tlapán. Verdaderamente, diversos puntos de observación distribuidos en el mundo estaban conectados de modo que en cada lugar se recibía en simultáneo las imágenes detectadas por los otros integrantes de la red. Así es que, no obstante la caída de tensión, monte Tlapán seguía emitiendo a sus pares. La dificultad estaba en determinar desde qué punto éste había recibido la imagen de La Cazadora. Ocho minutos después de iniciada la perturbación se restableció el nivel del fluido eléctrico y con la normalidad se esfumó la figura. Los trazos estelares de los diferentes radiotelescopios se instalaron nuevamente en los veinte monitores.
Shoko se desenfundó. Rápidamente bajó hasta la explanada seguida por Pedro. El auto se puso en marcha al tiempo que ella apretaba nerviosamente el remoto y la fotografía rescatados de la cúpula. Y en medio de una noche cálida y estrellada, el vehículo empezó a descender hacia las lejanas luces del pueblo.
La frágil memoria.
Solamente al entrar en la casona iniciaron el diálogo.
– Vi una secuencia de disparos luminosos, similar a la que generan los destelladores en locales de baile; allí los que danzan parecen moverse a «saltos». En este caso, era tu silueta que aparentaba alejarse velozmente al ritmo de unos destellos azules.
– ¿Qué dices, Pedro? Estás hablando de una frecuencia próxima a los 16 ciclos por segundo. Esa intermitencia no podría haber salido de los monitores.
– Tal vez, lo cierto es que simultáneamente tuve la sensación de ser impulsado en dirección opuesta por una suerte de viento al tiempo que percibía un fuerte olor a ozono.
– ¡No describes con precisión, no puedo entenderte!- gritó Shoko al borde de la histeria. Entonces Pedro la abrazó tiernamente y con mucha lentitud explicó:
– Te desplazabas en dirección opuesta a mí a través de un largo túnel. No duró más de dos o tres segundos, pero cuando regresaste y te vi con el remoto en la mano, confirmé que eras La Cazadora. Ahora ya no es una frase como al principio… En dos años no hablamos de lo que hoy nos ha explotado en la cara. – Ella sollozó pero reponiéndose de inmediato, interrumpió a Pedro.
– Volvamos al principio. Sé que algo pasó, pero no tengo referencias para determinar el tiempo transcurrido. Tuve que sufrir un fenómeno similar al sueño del que se sale sin recordar nada. Para mí hubo una suspensión temporal, para ti pasaron unos segundos de experiencias sin interrupción. Luego la imagen quedó congelada durante ocho minutos.
Pedro sugirió poner todo por escrito para examinarlo al día siguiente y así se hizo. Al rato, agotados, cayeron en el lecho llevando consigo una mezcla de perplejidad y desolación. Poco después, él dormía profundamente.
Shoko se debatió en un letargo contradictorio. En la cumbre de monte Tlapán no estaba el observatorio pero tenía frente a ella a un hombre deslumbrante vestido a la usanza azteca. Este, como un luminoso escultor trasladó instantáneamente sus rasgos a un bloque de piedra. La vestimenta, el control remoto y los cabellos al viento quedaron plasmados en roca, pero allí la imagen se movía como si estuviera viva. Entonces él explicó sin palabras algo referido al equilibrio de la Tierra que se debía restablecer por acción de un aparato que él dejaría en un lugar durante siglos. Ella, involuntariamente, habría de acelerar ese proceso poniendo en peligro toda la obra. Había que revertir una parte de la energía excedente contrayéndola hasta convertirla en materia. Ese proceso la volvería al punto original de trabajo y el mismo destino habría de seguir todo lo relacionado con el instante del accidente. Era un modo de reordenar las cosas sin provocar una cadena de sucesos que afectaría a sistemas más amplios. Shoko creyó entender que su memoria del tiempo profundo también quedaría encadenada siglos antes de su propio nacimiento por un hecho que produciría en el futuro. Pero el ser radiante abrió plenamente las manos y ella fue expulsada nuevamente hacia su mundo.
Saltaron de la cama al tiempo que el piso ondulaba y los muebles crujían. Estaba temblando. Llegaron al amplio patio casi al fin del movimiento de tierra. Amanecía y una brisa se agitaba en dirección a Tlapán.
El calendario azteca.
Hacia el año 1.300, la zona de Tlapán era un punto importante del imperio azteca. Allí se había conservado el libro pintado que contaba la historia del largo viaje por la oscuridad; de los que llegaron y formaron el pueblo original. En un monte de la zona había descendido el dios Quetzalcoatl y desde él viajaba a diferentes partes de la tierra. También allí enseñó por un tiempo todo-lo-que-hay. Pero un amanecer, llegaron a buscarlo otros dioses montados en una enorme serpiente emplumada. Antes de partir con ellos dejó como regalo la nave voladora en la que había descendido, pero la escondió en un punto solo conocido por unos pocos sabios. Los descendientes de éstos sabrían qué hacer en el momento oportuno, porque sus instrucciones quedaron grabadas en un disco de piedra. Pero si alguien cometía un error, la nave volaría al reencuentro de su amo. Así, Quetzalcoatl y los dioses se alejaron de los mortales volando hacia el lucero del alba. Un siglo después, Moctezuma II llegó a Tlapán convocando a los sabios para que develaran el secreto de Quetzalcoatl ya que esa molesta historia corría por todo el imperio. Entonces, los astutos súbditos explicaron que se había exagerado sobre el significado del disco de piedra. En realidad se trataba de un calendario tan útil a la predicción de los ciclos astronómicos como a la determinación de los momentos aptos para siembras y cosechas. Con el beneplácito del emperador, Tlapán fue confirmado como el mejor punto de observación de los destinos y los astros. En todo caso, la región fue abandonada posteriormente a raíz de la llegada del hombre blanco.
Pero la verdad climática y geográfica, deformada por la leyenda, fue restablecida siglos después cuando se instaló en una altura de la zona, conocida como «monte Tlapán», uno de los radiotelescopios de la cadena mundial. Por lo demás, la región fue declarada de interés histórico y en particular el yacimiento arqueológico que se ubicaba en los alrededores del observatorio. De esta suerte, el personal de ambos emplazamientos se cruzaba en el camino y coincidía en un pueblo aburrido contando historias de estrellas y reinos fabulosos. No resultó pues extraño, que se encontraran en el yacimiento el jefe de arqueólogos y una turista japonesa que, trabajando a poca distancia, quiso conocer la historia del lugar.
Roca y tiempo.
Saliendo de la casona enfilaron hacia los montes. En primer término llegaron al yacimiento. Era temprano y las cuadrillas de trabajo no habían llegado pero los cuidadores salieron a recibirlos con un dejo de alarma en sus voces.
– Don Pedrito, anoche hubo un temblor muy fuerte seguido de un viento que nos volaba. No quisimos entrar a los recintos pero puede haberse caído algo allí adentro.
– No te preocupes Juan, vamos a ir a revisar.
A un costado se levantaba la pirámide escalonada de vértice trunco. Subieron por las gradas y en la terraza se enfrentaron al portón que protegía la entrada. Pedro estiró la antena del remoto y al oprimir el botón, el motor obedeció desplazando la pesada hoja metálica. Luego hubo una suave palmada en la espalda de Shoko: «¡Bravo por ti!»
Entrando al recinto Pedro accionó las luces. Caballetes, mesadas, armarios y anaqueles repletos de material arqueológico atestaban el lugar. Hacia un rincón poco iluminado, la placa mostraba en tamaño natural a La Cazadora. Los recién llegados quedaron estáticos por un momento contemplando la figura. Con voz muy queda, Shoko preguntó por el lugar en que había sido encontrada. Pedro respondió con una historia que comenzó en monte Tlapán al hacer las excavaciones para fundar los cimientos del observatorio. La piedra había sido bajada posteriormente al yacimiento y nuevamente elevada hasta el lugar actual.
Un nuevo temblor de tierra ahogó la voz de Pedro. El ruido de las vasijas cerámicas entrechocando, el crujido de las paredes adoquinadas y el vibrar del portón metálico se fusionaron con el péndulo de lámparas suspendidas por largos cables. En ese momento, entre la parálisis y la huida, vieron como la imagen de La Cazadora se movía casi desperezándose mientras una suave fosforescencia bañaba a toda la placa. Luego les pareció que el bajorrelieve había perdido algo de su impecable nitidez, como si de pronto se hubiera puesto en marcha la acción del tiempo. Shoko sintió que algo profundo comenzaba a funcionar en su memoria.
Entre tanto, el equipo de trabajadores había llegado con el alboroto de siempre. Un tiempo después, ya en la base de la pirámide, Pedro daba instrucciones para reforzar la protección de los materiales ante un posible terremoto.
Abandonaron el yacimiento y se dirigieron hacia el monte. En el trayecto se les hizo evidente que el viento aumentaba en intensidad llegando hasta Tlapán desde todas las direcciones. En poco tiempo llegaron a la explanada del observatorio. Shoko descendió presurosa y Pedro se mantuvo en el vehículo esperando pacientemente. Al fin ella salió del observatorio, entró al auto, suspiró, y reclinándose en el asiento empezó a comentar que las cosas se complicaban continuamente, que ahora luego de cada pequeño sismo los circuitos se sobrecargaban; que el viento no cesaba desde la noche anterior creando una nube de polvo en suspensión generadora de falsos trazos radioestelares. Ella misma había tenido que cambiar dos estabilizadores de tensión y debía regresar al pueblo a pedir repuestos. No quería ir en helicóptero de manera que se movería en su auto o en las camionetas del complejo. Se besaron, prometiéndose el reencuentro para esa noche en la casona.
La culpa es de Sierra Madre.
«Informe de la comisión investigadora del incidente caratulado retransmisión por eco’. Encargados de la observación de campo, Dr. M. Pri y Prof. A. Gort.»
«A las 09.12 p.m. del 15 de Marzo de 1990, el complejo astronómico de monte Tlapán dejó de retransmitir señales radioastronómicas. En la red, que a esa hora enlazaba a las estaciones de Costa Rica, Sidney, Sining y Osaka, se detectó una emisión de vídeo que provenía del observatorio afectado. Durante 8 minutos, fue observada una figura humana fija en reemplazo de los destellos estelares habituales. En la investigación abierta los técnicos informaron que el sistema automático de rastreo enfocó accidentalmente a NGC- 132, recibiendo señales de una radiofuente situada a 352 años-luz. La Dra. Shoko Satiru declaró que los 17 miembros del personal a su cargo coincidieron en que hubo una caída de tensión durante ocho minutos, restableciéndose el sistema a partir de ese momento. De acuerdo a lo anterior monte Tlapán debería haber quedado silenciado en toda la red. Sin embargo, la emisión de una imagen de vídeo desde ese punto nos hace considerar la posibilidad de que un eco televisivo comercial haya interferido a Tlapán suplantando la señal de la fuente estelar por su propia emisión. Fenómenos de este tipo se han registrado anteriormente y se atribuyen a rebotes televisivos en el contrafuerte de la Sierra Madre del Sur.
«No teniendo otros elementos que aportar, saludamos a Uds. atte.
M. Pri y A. Gort.
México D. F. 20 de Marzo de 1990.»
Habían pasado cinco días desde el fenómeno del observatorio. Los temblores de tierra se sucedían con mayor frecuencia e intensidad. Al principio los sismólogos de ciudad México, atribuyeron responsabilidades a la consabida Sierra Madre. Se conocía una falla por la que se deslizaban periódicamente placas tectónicas produciendo cataclismos de magnitud. Pero luego las cosas habían cambiado. Una vasta zona de Tlapán estaba rodeada por medidores y sismógrafos. El ejército tendió un cordón para evitar que los curiosos llegados de todas partes se acercaran a lugares peligrosos. Ahora se tenía la certeza que se estaba registrando una actividad volcánica subterránea y que, de continuar las cosas así, habría de hacer explosión. Las gráficas mostraban una curva que se haría exponencial en poco tiempo más. Al principio los sismos se repetían cada doce horas, luego cada ocho y así siguiendo. Observatorio y yacimiento fueron evacuados y solo se veía con binoculares a furtivos hombres de T.V. que se arriesgaban más de la cuenta.
Al atardecer, Shoko y Pedro mostraron sus credenciales y luego de mucho rodeo se les permitió franquear el cerco para aproximarse a los montes. A pocos kilómetros de Tlapán salieron del camino y estacionaron en un río seco buscando reparo del viento que a veces se hacía huracanado.
Regreso a los cielos.
Hacia la medianoche el viento y las ondulaciones de tierra habían cesado. Pedro trató de poner en marcha el motor del auto pero éste no respondió. La noche cálida y hermosa los empujó a subir hasta el camino. Luna y estrellas eran suficientes para ver sin tropiezos. Entonces se detuvieron bruscamente. Los cables de alta tensión, que llevaban energía a la zona, zumbaban gravemente mientras despedían un fulgor azulado a lo largo de todo su trayecto. Y frente a ellos, monte Tlapán mostraba su silueta bañada en resplandores. De haber estado en el norte del mundo se podría haber asegurado que la aurora boreal, cayendo en vertical, danzaba cambiando de color continuamente.
Prudentemente se sentaron en unas piedras a contemplar el espectáculo y pronto notaron que las luces del pueblo oscilaban siguiendo el ritmo de los resplandores de Tlapán. Cuando éste aumentó en brillo, el pueblo quedó definitivamente a oscuras.
Entonces revisaron sus confusas ideas. El radiocontrol produjo una armónica que activó los motores del radiotelescopio. Este, barriendo radiofuentes se detuvo exactamente en NGC- 132 distante a 352 años luz, captando imágenes producidas hacía 704 años antes, en ese mismo lugar. Ocurrió que el punto entró en resonancia con él mismo hasta que el giro terrestre desplazó el paralaje del haz luminoso en ocho minutos. Pero para ello era necesario que, efectivamente, se hubiera estado allí 704 años atrás. Lo último no era creíble. Pero también podría haber ocurrido que el control hubiera activado un gigantesco amplificador de energía que se encontraba en el observatorio o próximo a él. En ese caso, podría haber elevado los microvoltios de las descargas cerebrales en una frecuencia de 16 ciclos por segundo de acuerdo a los efectos estroboscópicos observados. Es decir, el amplificador tendría capacidad para proyectar las imágenes con que trabajaba en ese momento un sistema nervioso cercano, por ejemplo el de quien pensaba en la foto de La Cazadora. Tales imágenes amplificadas podrían haber interferido al radiotelescopio. Sabemos que tal amplificador se ha activado haciendo una absorción iónica que ha terminado por desplazar capas de aire en ráfagas de viento. Por lo demás, la perturbación eléctrica que provoca su absorción ha roto la resistencia ohmica entre placas geológicas exponiéndolas a una mayor conductibilidad y provocando desplazamientos entre ellas; de allí los temblores de tierra. Pues bien, el amplificador se ha puesto en marcha pero es imposible que exista. El salto al pasado también es imposible y, además, inimaginable como hipótesis. Todo resulta en contradicción desde el principio al fin.
Tlapán aumentaba su luminosidad a medida que se acercaba el amanecer, y cuando el planeta Venus emergió en el horizonte se empezó a escuchar un bramido que fue creciendo hasta hacerse insoportable. Las torres de alta tensión se bambolearon y muchas fueron arrancadas de sus bases. Pedro y Shoko se apretujaron en el suelo mientras comenzaron a sentir un fuerte terremoto. Tlapán liberaba relámpagos cada vez más intensos hasta que, de pronto, su cúspide voló como si hubiera sido dinamitada… El observatorio había desaparecido y pronto el monte se resquebrajó como la cáscara de un huevo. Enormes fragmentos cayeron a su alrededor y luego se hizo el silencio.
Una gigantesca masa metálica comenzó a ascender lentamente desde lo que había sido el monte. Fulgurando en llamaradas de color cambiante subió cada vez más hasta presentarse como un disco enorme. Luego empezó a desplazarse hacia los aterrorizados observadores. Durante un tiempo se detuvo sobre ellos y éstos vieron en la nave el símbolo de Quetzalcoatl. Por fin, el disco partió abruptamente alejándose en dirección al lucero del alba. Entonces, la memoria profunda de Shoko quedó liberada y comprendió que La Cazadora se había desprendido para siempre de su encierro en la piedra.