Ni derechos, ni humanos

Comparto la apreciación de Galeano, la declaración universal de los derechos humanos para que deje de ser una masa amorfa de enunciados y paradigmas declarativos o retóricos, necesita de profundos cambios estructurales en la visión de poder imperante y eso tiene que provenir desde los gobernantes que manejan los grandes imperios, empezando por los Estados Unidos que en su afán de expansión y voracidad económica saquean y arruinan las pocas conquistas que las presuntas libertades democráticas otorgan a los asociados de los países llamados del tercer mundo.

Alex Cote


El presidente del planeta anda paseando el dedo por los mapas, a ver sobre qué país caerán las próximas bombas. Ha sido un éxito la guerra de Afganistán, que castigó a los castigados y mató a los muertos; y ya se necesitan enemigos nuevos. Pero nada tienen de nuevo las banderas: la voluntad de Dios, la amenaza terrorista y los derechos humanos. Tengo la impresión de que George W. Bush no es exactamente el tipo de traductor que Dios elegiría, si tuviera algo que decirnos; y el peligro terrorista resulta cada vez menos convincente como coartada del terrorismo militar. ¿Y los derechos humanos? ¿Seguirán siendo pretextos útiles para quienes los hacen puré?

Hace más de medio siglo que las Naciones Unidas aprobaron la Declaración Universal de los Derechos Humanos, y no hay documento internacional más citado y elogiado. No es por criticar, pero a esta altura me parece evidente que a la Declaración le falta mucho más que lo que tiene. Por ejemplo, allí no figura el más elemental de los derechos, el derecho a respirar, que se ha hecho impracticable en este mundo donde los pájaros tosen. Ni figura el derecho a caminar, que ya ha pasado a la categoría de hazaña ahora que sólo quedan dos clases de peatones, los rápidos y los muertos. Y tampoco figura el derecho a la indignación, que es lo menos que la dignidad humana puede exigir cuando se la condena a ser indigna, ni el derecho a luchar por otro mundo posible cuando se ha hecho imposible el mundo tal cual es.

En los treinta artículos de la Declaración, la palabra libertad es la que más se repite. La libertad de trabajar, ganar un salario justo y fundar sindicatos, pongamos por caso, está garantizada en el artículo 23. Pero son cada vez más los trabajadores que no tienen, hoy por hoy, ni siquiera libertad de elegir la salsa con la que serán comidos. Los empleos duran menos que un suspiro, y el miedo obliga a callar y obedecer: salarios más bajos, horarios más largos, y a olvidarse de las vacaciones pagas, la jubilación y la asistencia social y demás derechos que todos tenemos, según aseguran los artículos 22, 24 y 25.

Las instituciones financieras internacionales, las Chicas Superpoderosas del mundo contemporáneo, imponen la «flexibilidad laboral», eufemismo que designa el entierro de dos siglos de conquistas obreras. Y las grandes empresas multinacionales exigen acuerdos union free, libres de sindicatos, en los países que entre sí compiten ofreciendo mano de obra más sumisa y barata. «Nadie será sometido a esclavitud ni a servidumbre en cualquier forma», advierte el artículo 4. Menos mal. No figura en la lista el derecho humano a disfrutar de los bienes naturales, tierra, agua, aire, y a defenderlos ante cualquier amenaza. Tampoco figura el suicida derecho al exterminio de la naturaleza, que por cierto ejercitan, y con entusiasmo, los países que se han comprado el planeta y lo están devorando. Los demás países pagan la cuenta. Los años noventa fueron bautizados por las Naciones Unidas con un nombre dictado por el humor negro: Década Internacional para la Reducción de los Desastres Naturales. Nunca el mundo ha sufrido tantas calamidades, inundaciones, sequías, huracanes, clima enloquecido, en tan poco tiempo.

¿Desastres «naturales»? En un mundo que tiene la costumbre de condenar a las víctimas, la naturaleza tiene la culpa de los crímenes que contra ella se cometen. «Todos tenemos derecho a transitar libremente», afirma el artículo 13. Entrar, es otra cosa. Las puertas de los países ricos se cierran en las narices de los millones de fugitivos que peregrinan del sur al norte, y del este al oeste, huyendo de los cultivos aniquilados, los ríos envenenados, los bosques arrasados, los precios arruinados, los salarios enanizados. Unos cuantos mueren en el intento, pero otros consiguen colarse por debajo de la puerta. Una vez adentro, en el paraíso prometido, ellos son los menos libres y los menos iguales.

«Todos los hombres nacen libres e iguales en dignidad y derechos», dice el artículo 1. Que nacen, puede ser; pero a los pocos minutos se hace el aparte. El artículo 28 establece que «todos tenemos derecho a un justo orden social e internacional». Las mismas Naciones Unidas nos informan, en sus estadísticas, que cuanto más progresa el progreso, menos justo resulta. El reparto de los panes y los peces es mucho más injusto en Estados Unidos o en Gran Bretaña que en Bangladesh o Ruanda. Y en el orden internacional, también los numeritos de las Naciones Unidas revelan que diez personas poseen más riqueza que toda la riqueza que producen 54 países sumados. Las dos terceras partes de la humanidad sobreviven con menos de dos dólares diarios, y la brecha entre los que tienen y los que necesitan se ha triplicado desde que se firmó la Declaración Universal de los Derechos Humanos.

Crece la desigualdad, y para salvaguardarla crecen los gastos militares. Obscenas fortunas alimentan la fiebre guerrera y promueven la invención de demonios destinados a justificarla. El artículo 11 nos cuenta que «toda persona es inocente mientras no se pruebe lo contrario». Tal como marchan las cosas, de aquí a poco será culpable de terrorismo toda persona que no camine de rodillas, aunque se pruebe lo contrario. La economía de guerra multiplica la prosperidad de los prósperos y cumple funciones de intimidación y castigo. Y a la vez irradia sobre el mundo una cultura militar que sacraliza la violencia ejercida contra la gente «diferente», que el racismo reduce a la categoría de sub-gente.

«Nadie podrá ser discriminado por su sexo, raza, religión o cualquier otra condición», advierte el artículo 2, pero las nuevas superproducciones de Hollywood, dictadas por el Pentágono para glorificar las aventuras imperiales, predican un racismo glamoroso que hereda las peores tradiciones del cine. Y no sólo del cine. En estos días, por pura casualidad, cayó en mis manos una revista de las Naciones Unidas de noviembre del 86, edición en inglés del Correo de la Unesco. Allí me enteré de que un antiguo cosmógrafo había escrito que los indígenas de las Américas tenían la piel azul y la cabeza cuadrada. Se llamaba, créase o no, John of Hollywood.

La Declaración proclama, la realidad traiciona. «Nadie podrá suprimir ninguno de estos derechos», asegura el artículo 30, pero hay alguien que bien podría comentar: «¿No ve que puedo?» Alguien, o sea: el sistema universal de poder, siempre acompañado por el miedo que difunde y la resignación que impone. Según el presidente Bush, los enemigos de la humanidad son Irak, Irán y Corea del Norte, principales candidatos para sus próximos ejercicios de tiro al blanco. Supongo que él ha llegado a esa conclusión al cabo de profundas meditaciones, pero su certeza absoluta me parece, por lo menos, digna de duda. Y el derecho a la duda es también un derecho humano, al fin y al cabo, aunque no lo mencione la Declaración de las Naciones Unidas.

1 comentario en “Ni derechos, ni humanos”

  1. > Ni derechos, ni humanos
    Excelente y sesudo este artículo del escritor y periodista Eduardo Galeano. Comparto su apreciación en lo atinente a que la declaración universal de los derechos humanos para que deje de ser una masa amorfa de enunciados y paradigmas declarativos o retóricos, necesita de profundos cambios estructurales en la visión de poder imperante y eso tiene que provenir desde los gobernantes que manejan los grandes imperios, empezando por los Estados Unidos que en su afán de expansión y voracidad económica saquean y arruinan las pocas conquistas que las presuntas libertades democráticas otorgan a los asociados de los países llamados del tercer mundo. Es claro que el discurso de los derechos humanos se refuerza y cobra vigencia primero en los países que los amenazan y vulneran sistemáticamente, siendo utilizados como bastión para favorecer determinados intereses mezquinos y para atenuar las impredecibles consecuencias que genera su quebranto y desconocimiento. Es decir, si antes te daba seis patadas, ahora mediante un sistema de concesiones te voy a dar solo dos y así quedamos todos convencidos que aquí y en muchos países se hace todo lo posible por respetar los derechos humanos. Bueno ahondar acerca de la eficacia y operatividad concreta de los derechos humanos y su genuino sentido filosófico y político.

    Aprovecho la ocasión para felicitar a los amigos humanistas que idearon esta página muy completa con la certidumbre que es un excelente espacio para el diálogo, la reflexión y el debate. Quisiera que alguno de los participantes me avacuara este interrogante: Es lo mismo hablar indiscriminadamente de derechos humanos y derechos fundamentales?. Les pido me tengan en cuenta en sus oraciones para que me irroguen la suficiente fuerza, templanza y sabiduría para sacar adelante dos exámenes que tengo próximamente en las universidades Nacional y el Rosario para concursar en especialización de derecho administrativo.

    Un abrazo fraterno

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